Nueva York es una ciudad especial, quizá mágica, pero lo que sin duda es asunto de brujería es lo que nos pasa con los guantes. Hemos tenido la suerte, porque es una verdadera suerte, de estar dos veces juntos en la Gran Manzana, pero siempre lo hemos hecho en el mes de noviembre cuando hace un frío gélido y necesitamos llevar guantes. Ahí va, 2 veces en Nueva York y tres casos de estudio. Antes de todo, si queréis ir a Moscú en diciembre, no vayáis con nosotros.
Para recordar la primera vez, tenemos que remontarnos a noviembre de 2013, tampoco hace mucho. Era mi primera vez en Nueva York (la tercera de Blanca) y yo iba muy equipado con los guantes que me habían protegido del frío durante muchos años. Es cierto que en noviembre de 2013, el frío se portó, excepto el día que decidimos cruzar el Brooklyn Bridge.
Fue entonces, al inicio del puente en Brooklyn, cuando amablemente le pedí a Blanca que sacase mis guantes del bolso. Ya sabéis como son las mujeres con los bolsos, estábamos llegando a Manhattan y aún no los había encontrado en medio de los pañuelos, el maquillaje, el chupete de su primo y todo el armario. Bueno, en realidad encontró sólo uno, pero claro, con eso no bastaba. Me estaba helando literalmente;ella partiéndose de la risa. Eso sí, ella sí los llevaba, y mejores que los míos. La broma llegó a su punto más álgido cuando a punto de acabar el puente nos encontramos un guante (también negro y de la misma talla) y encima de la mano derecha, ¡la que me faltaba! Aunque a falta de pan, buenas son tortas, aquél día no me atreví a ponerme ese guante porque pensé: pobrecito aquél que lo haya perdido y esté por esa zona con un solo guante… Lo peor fue cuando sentados en el Starbucks, ya calentitos y dispuestos a pagar, Blanca lo encontró.

Hay que reconocer que la segunda vez aún fue peor. Blanca bromeaba los días previos: “¿Supongo que llevaras dos guantes, no?”. Para asegurarnos, fuimos los dos al Decathlon para coger los mejores. Me decanté por unos guantes térmicos que me parecían muy cómodos, además de que pesaban poco y tenían la punta del dedo índice apta para tocar el móvil. Decidí estrenarlos cuando regresamos al Brooklyn Bridge, porque la primera vez con el frío casi ni lo disfruté. Noviembre de 2014 fue mucho peor que el de 2013, y ese día, terrible, con un viento gélido que literalmente te helaba. Desde aquel día me acordaré del fabricante de esos guantes térmicos, que cuando los llevaba puestos se me helaban más las manos que si nos los llevara.
Ese día nos pateamos todas las calles y tiendas cercanas al Brooklyn Bridge en busca de unos guantes decentes. Obviamente, yo iba sin esos guantes porque llegué a pensar seriamente que me amputarían las manos: las tenía moradas y no las podía ni mover. Lo siento, pero no estaba dispuesto a dejarme 80$ por unos guantes en una tienda “hipster” de Brooklyn, así que dos veces me tocó cruzar el Brooklyn Bridge con dolor de manos. Suerte que Blanca me fue dejando los suyos para calmar el dolor.

De postre, ese día se celebraba una protesta y el puente estaba intransitable. Cuando llegamos a Manhattan, justo al final del puente había como 25 tiendas ambulantes que vendían de todo: imanes, juguetes, pelotas y ¡guantes! Por 5$ compramos el mejor par de guantes que he tenido jamás.
Como he recordado, noviembre de 2014 fue muy frío en Nueva York, y el peor día fue el de Thanksgiving. Jamás habíamos tenido tanto frío. Literalmente, cada dos tiendas teníamos que entrar para calentarnos. Creo que fue el día más feliz para Blanca, ya que me veía celebrar la entrada en las tiendas como un gol del Atleti, con lo que a mi me gustan las tiendas…
Finalmente la historia de los guantes acabó como el rosario de la aurora. En la última noche me dejé uno de mis dos guantes, sí, los mejores que he tenido, en el autobús Patterson que nos llevaba al apartamento. No sé que deciros, si me dolió más haber perdido ese guante o tener que marcharme al día siguiente. Lo que sí sé, seguro, es que el próximo octubre llevaré 6 guantes, y ninguno será del Decathlon.
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